Ilustración: Gabriela Canteros
Esa figurita de pelo desordenado soltó un chillido espantoso detrás mío, suficiente para que no diera ni un paso más por la calle cuando estaba a punto de ser arrollado por un colectivo. El espejo retrovisor dio en mi cara rompiéndome el pómulo izquierdo. Quedé tendido en el suelo sin distinguir el dolor del miedo, pero aún así comprendí lo que la pequeña me dijo al acercarse. Parecía ya no tener apuro.

En verdad siempre dudé un poco, pero sólo un poco. El resto lo confirmaba. A medida que Sofi crecía se le parecía más a mi recuerdo, a aquella niña que evitó que me atropellaran en las calles de Rosario. A los cinco años ya no había duda. Era ella. Era ella. ¿Cómo poder descargar mi ansiedad? A quién contárselo. Cómo contarlo. Mis días de trabajo, mis fines de semana, mis deportes, día a día con la vista perdida en un punto al azar pensando en quince años atrás cuando me salvaron sólo con un grito.
Y llegó su día. Llegó el 12 de julio. Me mantuve alejado del pastel. Estuvo muy seria durante el cántico de sus familiares y algunos amiguitos del colegio. Los aplausos aturdieron el recinto y cerrando sus ojos pareció pensar por unos segundos antes de soplar las siete velitas. Se sintió una suave vibración en las paredes similares al paso cercano de un tren. Abrió sus ojos y levantando la mirada buscó mi cara entre todos los invitados. Con sus ojitos al borde del llanto, me sonrió.
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